miércoles, 3 de enero de 2024

LA MUJER QUE LLORABA EN LOS FUNERALES.

 LA MUJER QUE LLORABA EN LOS FUNERALES.

Desde que Anacleto Álvarez la dejó por sexta vez, para irse a vivir con una prostituta, Blandina López
aprendió a llorar sin ganas.

No es que en un principio no le doliera la abominable y estúpida traición de su marido; de quien en quince años de matrimonio nunca obtuvo nada, ni siquiera un miserable orgasmo.

Lo que pasó es que después de tres días y tres noches llorando se dio cuenta que no era el abandono de su cónyuge lo que le punzaba, sino el que diría toda la gente del pueblucho en que vivía.

De joven, había sido la codicia de todos los hombres del caserío y si hubiera seguido consejos pudiera incluso haber llegado a ser una de esas viejas fufurufas de la alcurnia más elevada, olorosas a chanel y pintarrajeadas como guacamayas bien almidonadas.

Pero no, ella decidió entregarse al labioso de Anacleto, un hombre capaz de convencer a Satanás, si así lo hubiera querido, de poner aire acondicionado en el infierno.

Era su amor propio lo que le dolía; cuando lo supo, se le hizo mas sencillo superar la ausencia del malicioso hombrecillo, pero para guardar las apariencias, Blandina lloró cada vez que le dio la gana, hasta que terminaron contratándola para hacerlo en los funerales.

Y es por esa razón que no le extrañó recibir la invitación de don Abundio Guarnido, el agiotista del pueblo, que según decían estaba próximo a dejar este mundo.

La verdad es que ya bastante se había demorado en llamarla, tenía casi un año de morirse y no se moría.

<<Cómo le cuesta morirse a la gente cuando le deben dinero>> —pensó recordando que ella misma le debía tanto que tenía que anotarlo en un cuadernillo que siempre andaba cargando en su cartera.

Era un miércoles cualquiera, con uno de esos soles que salen tarde a dar su luz mortecina entre un manto azulado de canícula que antecede el invierno

La casa de Abundio, era la mejor del lugar, ¡y cómo no! si cada habitante había contribuido con los elevados intereses que cobraba.

Blandina se encontró con el cura justo en la puerta de madera negra con pernos herrumbrosos gastados por el tiempo.

—Ave María purísima. —saludó.

—Vine a confesarlo—respondió el clérigo meditabundo y horrorizado por todos los pecados que acababa de escuchar.

—Por favor no cierre padre, me pidió que viniera.

El párroco, la santiguó como toda respuesta y corrió a pedir perdón por atreverse a dar la absolución a tan inicuo ser viviente.

Aquella era una casa de dimensiones ridículas, para que vivieran solo dos personas. Olía a rancio, y tenía incontables habitaciones atiborradas de objetos polvosos que los deudores le dejaban como prendas que nunca iban a recuperar.

— ¡Buenos días!—saludó desde la puerta.

—Días— respondió a secas la mujer de Abundio sentada en una silla mecedora sin despegar la vista de una gastada biblia— ¿viene a pagar algo?

—Soy Blandina López.

— ¿Qué Blandina?

—La que llora

—Ah, es usted. Pase, mi marido la espera.

Blandina cruzó la sala y llego a un cuarto, iluminado a penas por unas cortinas medio abiertas. Olía a fármacos, a todos, en una mezcolanza que ni aun Asael el boticario más experimentado del lugar habría podido descifrar.

En una cama de mullido colchón estaba el odiado usurero, totalmente consumido por una enfermedad que ningún médico pudo identificar, nadie supo decirle que es lo que tenía.

Al final iba a morirse sin saber de qué, y eso le amargaba aun más.

—Buenos días.

— ¿Cuánto es lo que me debe? —respondió el moribundo.

—Creo que muchos meses comida y bebida.

— ¡En dinero mujer, en dinero!

—Ah, déjeme y saco las cuentas—dijo Blandina abriendo su cartera para hojear una gastada libreta de notas.

— ¡Deje eso, ya no importa cuánto es! lo que quiero es que me pague…

—Verá don Abundio, ahora mismo no tengo todo el dinero es mas creo que ni siquiera…

—¡Quiero que llore en mi funeral el próximo domingo!

Blandina sintió compasión por el despojo humano que se diluía en aquel carísimo camastro, una piltrafa de ser humano, que debía esforzarse mucho para pronunciar unas pocas palabras y que sintiéndose próximo a morir no quería ser tirado a la fosa como un perro. Él deseaba que al menos alguien llorara en su funeral, aunque tuviera que pagar por ello.

—Está bien don Abundio, Así lo haré… quería también aprovechar para agradecerle lo que…

—Ya, ya, no diga nada mujer que tengo más deudores que atender.

Ella sonrío con tristeza y colocó la libreta donde estaban los apuntes en la mesita al lado de la puerta.

—¿Y yo para que quiero eso? déselo a mi esposa y dígale que borre todo lo que me debe.

El sábado, entre la tarde y la noche con el último grito del Guás murió Abundio Guarnido, después de haber cobrado hasta el último centavo a los que le debían.

Las campanas doblaron de mala gana y la voz se corrió con la rapidez de siempre.

Todos en el pueblo se alegraron y aunque muy pocos fueron a la velación todos se aprestaron para asistir el domingo a la misa de cuerpo presente y luego al camposanto solo para estar seguros que el occiso fuera enterrado a suficiente profundidad como para que no regresara a seguirles cobrando.

Blandina berreaba inconsolable, y lo hacía con tanta convicción que algunos llegaron a creer que era de verdad, aun sabiendo que esa era su profesión.

Todos sabían que ella se alquilaba para llorar, lo que se preguntaban con admiración era como podía hallar un motivo para hacerlo por un ser tan perverso.

Lo que nadie supo es que esta vez lloraba de verdad… de tristeza, al ver la alegría que causaba en unos aquel deceso y la indiferencia en otros

Lloraba, por la miseria de vida que aquel hombre había llevado entregado a amasar riqueza cada día de su existencia sin poder llevarse un solo centavo.

Lloraba, porque sabía que todos en el pueblo iban a volver a endeudarse con el primer prestamista que se encontraran esperando luego que se muriera también, para fingir enterrar con el su simpleza y consumismo desmesurado.

 

—Miguelan. Abril 2020

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