VERANOS CHACHOS
(Cuento)
La luna detenida en el centro del cielo dibujaba en el polvo arabescos y lechuzas
con las ramas secas de los árboles que resistían como podían los veranos malditos.
Los coyotes aullaban notas
de hambre en la loma, y la poza del Cantilón casi se había secado.
<<Son los veranos
chachos que Dios manda cada once años para que el mundo no olvide la traición
del Iscariote>> recordó Abraham las palabras del orador que en el parque
se quedaba sin voz predicando plagas y fin del mundo a los lugareños que
horrorizados se apartaban de su camino para esquivar las maldiciones del
evangelio.
—Dalia, volví a ver la
lucita otra vez.
— ¡Abraham esa es un alma
en pena, mejor no deberías de salir a orinar en la noche!
Desde que Gregorio murió
en el corredor de la casa y fue enterrado de mala gana por su mujer; Abraham
era el señor del Tizate, un caserío arrimado a la frontera con Honduras.
Era dueño de todas las
tierras desde el Guascorán hasta donde la vista alcanzaba, pero ser dueño de la
tierra no sirve de nada si no llueve.
— ¿Hay quesos frescos?
—Tenemos como quince
quesos prensados ahí.
—Ah bueno, mañana voy a ir
a venderlos en Aramesina
—Abraham, mañana es
domingo… ¿no vas a ir a misa?
—Cuando venga pasaré
visitando al padre Bonifacio.
—Eso no vale.
—Para mí sí. El cura es el
cura en misa y en la calle… además me gusta más conversar con el que oír sus
aburridas ceremonias en latín.
Poco a poco el lazo de la
hamaca dejó de chirriar en la viga de la casa. Se había quedado dormido.
Cuando el sol comenzó a
secar el sereno de los tejados, ya Abraham había cruzado la frontera y divisaba
un pueblo de caminos con arenas blancas y naranjales de azahares exquisitos.
Aramesina, estaba en
perfecta ubicación y era un próspero lugar donde florecía el comercio, al ser
paso obligado para las grandes ciudades y puertos de Honduras.
Abraham montaba su mula,
Pavita con sendas alforjas que de momento iban vacías.
Le seguía un manso
tordillo; el caballo Pajarito, con una oreja más gacha que la otra. Iba atado
al aparejo de la mula y llevaba la carga, distribuida a uno y otro costado.
Casi todos los domingos
iba a Aramesina porque era el día del comercio.
Cuando el sol salía ya
estaba la plaza repleta de personas en un alegre griterío de comerciantes de
todas las aldeas vecinas, anunciando sus mercancías; señoras chismeando y
riendo con escándalo, algún que otro negocio ilícito y muchos niños corriendo
para aquí y para allá
Abraham llevó las bestias
al abrevadero que estaba a un costado del parque central y se desayunó en el
mismo comedor de siempre, el de la vieja Anastasia Cardozo, a quien conocía
desde que iba con su padre siendo muy pequeño.
— ¿trajo mantequilla?
Preguntó la anciana.
—Si traje niña Tacha.
A las diez de la mañana ya
había vendido todos los quesos, la mantequilla, y la carne salada.
Compró un ciento de
naranjas a Socorro Peralta, diez atados de dulce a Rosauro Hernández y
cincuenta plátanos a Casiano Cáceres, un comerciante de Marcala, con quien
había entablado amistad, cuando pasaba para Santa Rosa de Copán, además de
algunas otras cosas necesarias las cuales distribuyó entre la mula y el
caballo.
Regresó a su casa en
Volcancillo, al caer la tarde, justo cuando el guás comenzaba a gemir en los
carbonales de la loma.
Su esposa lo vio subir por
la cuesta y sopló las brasas que mantenían caliente la jarrilla del café.
— ¿Ya comiste?—Preguntó
después del beso con que siempre lo recibía.
—Donde Bonifacio, comí
algo.
— ¿pasaste por allí?
—Sí, me dijo que no te
había visto en la misa.
—Es que pasó tu hermano
Teófilo.
— ¿Dijo algo?
—Solo te dejo saludos, iba
con su mujer para donde Licho… se llevó uno de los pescados secos.
— ¿Cual se llevó?
—El pequeño, dijo que te
iba a dejar el más grande.
— ¡Es un bribón, se llevó
el pargo, el más bueno!—se rio.
Descargó lo que traía y
entregó el dinero ganado a Dalia.
Él nunca sabía lo que ella
tenía guardado, jamás le preguntaba.
Cenaron y se acostaron con
las gallinas.
En la madrugada, la vejiga
le recordó el palo de jícaro que había en el patio.
No se levantó de
inmediato.
¿Y si estaba otra vez allí
la lucecilla?
Era de color azul verdoso,
como una luciérnaga grande que parecía esperarlo cuando abría la puerta de su
casa para ir a orinar.
Se quedó viendo la luz de
la luna que se filtraba por las tejas de cristal, hasta que pudo más la
necesidad fisiológica y se levantó con cuidado para no despertar a su esposa.
Waterloo, lo recibió en el
corredor moviendo el rabo.
¡Allí estaba punto
luminiscente en el centro de patio sin moverse!
Abraham sintió un
escalofrío recorriendo todo su cuerpo.
<<Ha de ser por
aguantarse las ganas de orinar>> se mintió.
— ¿La viste de
nuevo?—preguntó Dalia cuando estaba cerrando la puerta con cuidado.
—Pensé que estabas
dormida.
—me despertó el viento que
entró cuando abriste la puerta.
<< ¿Cuál
viento?>> pensó Abraham, recordando la calma en el exterior.
Se santiguó y se acostó en
la hamaca.
— ¿Por qué no te venís a
acostar conmigo?—dijo ella.
—Hace calor.
—Es que tengo miedo.
II
El siguiente día no
parecía ser muy distinto del anterior y este de todos los que pasaron desde la
última lluvia.
Antes que los mozos
llegaran, siendo aún oscuro Abraham se adelantaba para ordeñar las primeras
vacas y Dalia preparaba el comal para las tortillas.
Si no llovía pronto quien
sabe que pasaría, las vacas cada vez daban menos leche y la reserva de forraje
duraría solo unos cuantos días, un alimento reseco que debía mezclar con melaza
de trapiche para que tuviera algunos nutrientes. Los semovientes lo aborrecían
pero no había nada más que comer.
Las gallinas comenzaban a
lanzarse desde las ramas más altas del árbol de carao y tras devorar los pocos
granos de maíz picado que Dalia les arrojaba se perdían entre la maleza y los
espinos buscando insectos y lagartijas.
Con las primeras luces
llegaron los corraleros y algunas mujeres que se encargaban del quehacer en la
casona; Ángela, Santos y una cipota que a veces llevaban.
Ellos aprovecharon el
relevo para desayunar.
—Voy a salir Dalia.
—A dónde vas a ir.
—Estoy viendo que hay
pocos frijoles, y ahora tengo tiempo, porque mañana tenemos que ir a quemar el
otro guatal… por si llueve. También voy air a buscar a Tano, ya vez que el solo
viene cuando tiene necesidad.
—Le voy a mandar cuajada y
mantequilla a Teodosia quizás me hagas el favor de llevársela.
Tano estaba en una hamaca
y fue muy difícil convenir con él para ir a hacer la quema; al final accedió de
mala gana solo porque Abraham le había socorrido en múltiples ocasiones.
A la vieja Teodosia la
halló en el mercado al lado del parque discutiendo con un vendedor de raíces y
yerbas medicinales, hacia ademanes con el puño y le recordaba al mercader que
si no fuera por la artritis ella misma podía ir y buscarlas en la montaña.
— ¡Buenos días le de Dios
niña Tocha!
— ¡Abran, muchacho si sos
vos! ¿qué andas haciendo en el pueblo?
— Vine a hacer unas
compras y a dejarle un encargo de Dalia.
— ¡Mi muchachita linda,
siempre se acuerda de mí! ¿podrás creer que yo misma le puse el nombre? ¡Nunca
volvieron a florecer como entonces!
Abraham pagó al herbolario
sin regatear y acompañó a la hija de Matusalén hasta su casa al lado del
consultorio de Liborio Jiménez; la verdad es que nadie estaba seguro de cuantos
años tenía. Los papeles del registro se perdieron con la guerra, cuando los
altos mandos hicieron desaparecer de un plumazo cualquier vestigio que los
incriminara, y la última cedula que sacó se deshizo finalmente agujerada por la
polilla de papel.
Estaba casi ciega pero
insistía en caminar por todos lados, peleando con impunidad de rey con quien le
diera la gana y bendiciendo a otros tantos.
Al final era una especie
de figura pública, a quien todos acudían buscando sus presagios o alguna receta
para curar cualquier mal que Liborio, el medico de al lado no pudiera.
De haber querido habría
sido alcaldesa pero nunca lo intento porque según dijo: “De nada sirve ser
alcalde si no me permiten fusilar a los corruptos”
Cuando estuvieron en casa,
Teodosia se acomodó en la vieja mecedora de toda la vida, y con el bordón de guarumo*,
le señaló una silla a Abraham.
- Es una pena que se
muriera Gregorio tan joven ¿Cuántos años es que tenía?
- Iba a cumplir noventa…
- ¡Tan Joven! Pero es lo
que vi cuando nació, en cuanto le toque la oreja supe que moriría solo en el
corredor de su casa.
- Si, la verdad es que mi
mamá nunca lo perdonó… pero lo quería, a su modo sufría quizás más que él.
Teodosia se ladeo un poco
para pedorrearse con mayor comodidad, y luego riendo estrepitosamente lanzó la
frase que todo el que la visitaba había oído en más de alguna ocasión.
- ¡Ja, Ja, Ja, trecientos
pesos le costó a Antolina Cabrera!
Nadie supo jamás quien era
Antolina ni que significaba para la anciana aquella frase, Abraham supuso que
la decía a manera de excusa, así que hizo como que nada pasaba y siguió la
conversación interrumpida disimulando el hedor temporal de los gases
estomacales.
- Hace ya algún tiempo me
sucede algo extraño, todos los días a la mera madrugada que yo me levanto a
orinar veo una lucecita en el centro del patio, y no sé qué pueda ser o si sea
algo bueno o algo malo.
- Es un ánima en pena que
quiere comunicarse con vos -respondió sin asombro la vieja, sacando un poco de
tabaco de la bolsa de su delantal-¿desde cuándo ha sucedido eso?
- Quizás unos veinte días,
en realidad no estoy seguro.
- ¡Es Gregorio, sin duda!
El tiempo coincide con su muerte.
- ¿y por qué no solo
aparece y habla conmigo si quiere decirme algo?
- ¡Serás ignorante
muchacho! ningún muerto puede hablar con un vivo porque ya no tienen lengua ¡es
imposible! además las reglas en la esfera de los espíritus son diferentes;
hasta donde sé cuando alguien muere tiene cuarenta días para despedirse del
mundo de los vivos para siempre, hasta entonces andan de un lado para otros
tirando cosas de las mesas, abriendo y cerrado puertas o moviendo enseres de un
lado a otro.
- ¿Cuarenta días y por
qué?
- ¡Qué sé yo! A lo mejor
porque cuarenta días estuvo Moisés en la montaña, y el Señor en el desierto.
- ¿Qué cree que debo
hacer?
- La próxima vez que la
veas, debes acercarte a ella y decir: Si soy el motivo de tu pena, te conjuro
por el Dios viviente manifiestes ante mi alguna señal para que luego descanses
en su gloria eterna.
En cuanto Teodosia terminó
de hablar, la ventana se cerró de golpe sin que hubiera la menor agitación de
viento.
- Es mejor que te vayas
ya, y date prisa si pasan cuarenta días, no volverás a ver el ánima de Goyo,
hay otros espíritus por aquí, que no quieren que Gregorio descanse en paz.
Abraham puso unas monedas
en la mano arrugada de la longeva mujer y la cerró suavemente.
- En algo le ayudará.
III
Esa noche no pudo dormir,
miles de preguntas y conjeturas le produjeron una ansiedad horrible, imposible
de controlar, apagó tarde el candil, solo por consideración de su mujer, pero
siguió meciéndose para disimular un poco el calor y algún molesto zancudo.
Supo que era media noche
cuando los grillos terminaron el concierto en las grietas de los adobes,
quedando la oscuridad suspendida en un sepulcral y parapléjico silencio.
<<Es la hora del
Diablo>> Se santiguó.
Al final no supo si se
quedó dormido o suspenso en el tiempo, hasta que la vejiga le punzó a la misma
hora de siempre.
Metió los pies en los
zapatos de cuero volteado y bebió un poco de agua de la tinaja que estaba junto
a la puerta, no mucha, solo para refrescar la garganta.
Hurgó con la vista
anhelante; pero en el patio no había nada.
¿Qué pasaría?
¿Lo habría imaginado todo
y había confundido un simple cocuyo con algo más?
¡Imposible! No era
probable que una luciérnaga apareciera todos los días en el mismo lugar para
quedarse quieta mientras el orinaba.
En fin ¿qué podía hacer?
Nada.
Antes de cerrar la puerta
dio un último vistazo al patio con la esperanza de ver el punto de luz; unos
relámpagos lejanos le hicieron levantar la vista sobre el horizonte.
<<Dios quiera traer
esa agua para aquí>> Pensó.
La viga comenzó a chirriar
otra vez y debió detener con desgano el movimiento de su hamaca para no
despertar a su esposa. Ella roncaba suavecito.
Se habría quedado dormido
también, pero había en su mente un enjambre de pensamientos que iban a parar
siempre en las palabras de Teodosia: “si pasan cuarenta días, no volverás a ver
el ánima de Goyo”
¿Hace cuánto estaba
pasando aquello?
¡Ojala hubiera llevado la
cuenta del tiempo! ¿Pero cómo iba el a saberlo?
Era inútil, no iba a poder
dormir ya más esa noche.
Pensó que lo mejor sería
salir un rato al corredor de la casa, quizás pasara algo. Se sentó en la
haragana de madera y puso la lámpara metálica con grabado de elefante en un
trozo que hacía las veces de taburete.
Acarició la pelambre de
Waterloo, el anciano perro, que habiendo superado los días de cualquiera de su
especie seguía acostado en el corredor de la casa viendo pasar el tiempo.
— ¡Que lejana parece ahora
aquella mañana en los Perros de Agua!—le dijo.
El animal suspiró
removiendo el polvo; casi parecía que podía entender el lenguaje humano, a lo
mejor hubiera aprendido algo después de vivir tanto tiempo.
—Que cerca estuvimos de
morir entonces—agregó—recordando el revólver que estaba colgado a un lado de la
puerta; por cualquier cosa, por si acaso alguna vez llegaba a faltarle la fe.
Y entonces cantó el primer
gallo.
El punto de luz apareció
en ese momento, como siempre, en el mismo lugar, a la altura del ombligo.
<< ¡El
gallo!>>
¡No amanece hasta que el
maldito gallo canta, no importa si ha salido o no el sol!
Como tenía miedo, pensó
que si contaba los pasos ayudaría a aliviar la parálisis que le hacía sentir
los pies anclados en el suelo.
Diecisiete pasos… como los
ingleses envenenados, y ya había bajado las gradas del corredor al patio.
Diecisiete, el número de
la inmortalidad, porque uno es Dios y Siete su perfección, si los sumas dan
ocho, ya casi estaba frente al anima.
Diecisiete y no trece es
el número de mala suerte en Italia, así lo leyó en el almanaque de Bristol,
para vencer el miedo solo hay que mantener la mente ocupada en algún
pensamiento.
Cuando estuvo frente a la
extraña refulgencia, ya no tenía temor solamente una sensación de soledad y
tristeza. Quiso tocarla pero la luz pasó a través su mano, sin que pudiera
percibir ningún contacto.
Extendió la palma otra
vez, pero en esta ocasión, la luz se movió para detenerse unos metros delante
de él.
Los relámpagos que viera
antes en el horizonte fueron el preludio del viento que comenzó a soplar en ese
momento del lado del Guascorán deshojando las ultimas hojas de los sedientos
árboles que habían sobrevivido los veranos chachos.
El punto de luz seguía
fijo ¿Por qué no lo movía la brisa?
Quizás porque no era real
sino una alucinación de su mente.
El viento comenzó a
sentirse con mayor fuerza, ¡Por fin terminarían las canículas malditas!
Caminó dos o tres pasos y
la lucecilla se movió, esta vez sin detenerse hasta llegar al pie de un
viejísimo Nacascolo.
Abraham entendió que debía
seguirla.
El agua se acercaba por la
loma, con su perfume de petricor, cada vez más fuerte, cada vez más próxima.
—Papá… soy Abraham ¿Cuál
es su pena?
Sin que le afectara en
modo alguno la furia del viento que comenzaba a desgajar con violencia las
ramas de los árboles, la señal cayó lentamente como un pequeño tamo de luz
desapareciendo en el suelo.
No la volvería a ver
jamás.
¡La tormenta estaba cerca,
debía darse prisa!
Recogió una piedra redonda
como un melón y después de colocarla en el lugar exacto en que la lucecilla
desapareciera corrió por una pala.
Con rapidez comenzó a
cavar, ya las gotas perforaban el polvo como gruesos perdigones que sonaban
apagados unos y otros chasqueaban en su espalda empapando su camisa de dormir.
No tuvo que esforzarse,
como a un metro encontró dos botijas de barro.
Y la tormenta desató con
cólera los torrentes contenidos en dos años y tres meses, Abraham corrió como
pudo ya que las tinajas pesaban como si estuvieran llenas de plomo.
Dalia estaba despierta,
encendiendo el candil.
Waterloo había muerto;
pero no lo notarían hasta el día siguiente.
Abraham puso las tinajas
en la mesa y tras remover con cuidado el sello de las tapas dejó caer el
contenido sobre la madera…
¡Cientos de monedas de oro
grandes, y algunas piedras preciosas, que destellaron a la débil luz del
queroseno!
—Thelma Reyes.
PD.
Y mi papá las vendió. Y
compró terrenos, compró más vacas
—Don Goyo, siempre quiso a
Abran—decía ella.
— ¿Y ya después no salía
el muerto mamita?
— ¡Calláte muchacha no le
digas así, los muertos no salen es el espíritu de don Goyo!
…El palo de nacascolo aún
está allí y los veranos chachos ya no se ven con frecuencia desde que se murió
el predicador gañote.
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